Durante las últimas semanas se ha acuñado un nuevo término en el Reino Unido: “Bregret”: un acrónimo para referirse a quienes votaron a favor del Brexit, pero hoy se arrepienten. Las encuestas en Inglaterra muestran que a medida que se llevan a cabo las negociaciones para oficializar la salida de la Unión Europea, el número […]
Durante las últimas semanas se ha acuñado un nuevo término en el Reino Unido: “Bregret”: un acrónimo para referirse a quienes votaron a favor del Brexit, pero hoy se arrepienten. Las encuestas en Inglaterra muestran que a medida que se llevan a cabo las negociaciones para oficializar la salida de la Unión Europea, el número de “Bregreters” va en aumento. Incluso más, entre aquellos partidarios del Brexit que pensaron que dicha opción no ganaría, el arrepentimiento es aún mayor. Los expertos señalan que, a medida que el Reino Unido comience el proceso de negociaciones de tratados de libre comercio con cada país, una vez fuera de la Unión Europea, el arrepentimiento probablemente seguirá aumentado.
A partir del caso suizo, donde en junio de 2106 se efectuó un referéndum para establecer un ingreso mensual básico para toda la población, varios partidarios de la democracia directa han promovido los plebiscitos regulares como una alternativa favorable frente a los problemas que ha presentado la democracia representativa. Sin embargo, en algunas ocasiones se cae en la idealización de dicha experiencia comparada, olvidando que Suiza es un país con una larga tradición cultural en esta materia -viene desde la Edad Media- y que en muchas dimensiones se trata de un caso aislado y excepcional. Una mirada más amplia a la práctica internacional muestra que la realidad suele alejarse de ese modelo. Uno de los principales problemas de los plebiscitos dice relación con el planteamiento de cuestiones complejas, con consecuencias políticas y técnicas de corto y largo plazo, en alternativas dicotómicas de “sí” o “no”. ¿Cómo toman los votantes las decisiones entre las dos opciones?
En primer lugar, existe una fuerte relación entre el voto en plebiscitos y el apoyo al gobierno que los propone. Estudios de cientistas políticos en Canadá muestran que es común que el referéndum se transforme en una muestra de aprobación o rechazo al gobierno de turno, más que en un debate sobre el asunto de fondo.
Así, el voto pasa a ser una evaluación de las autoridades en el poder. Precisamente, ello se observa en el plebiscito colombiano sobre la paz con las FARC. En las regiones en que el presidente Santos había obtenido mayor apoyo en las últimas elecciones presidenciales, la opción Sí obtuvo mayor cantidad de votos. En segundo lugar, para ajustarse a las opciones dicotómicas, las campañas tienden a reducir los problemas en uno o dos valores abstractos que simplifican el debate -simplificación que ignora o evita las complejidades de las decisiones-. El Brexit se centró en la economía y la inmigración; en Colombia fue la paz o la clemencia penal. En ambos casos las campañas se inclinaron por llamados atractivos de fácil comprensión y recuerdo, pero poco demostrativos de las complejidades de los problemas a enfrentar. Es más, la sola formulación de la pregunta implica la dificultad de reducir la complejidad de un problema manteniendo la imparcialidad, basta ver lo que sucedió con la pregunta del plebiscito colombiano.
En tercer lugar, es común que los votantes privilegien sus necesidades de corto plazo por sobre beneficios que solo serán visibles en el largo plazo. En los años cincuenta y sesenta, varias ciudades de Estados Unidos decidieron añadir flúor al agua potable. A pesar de la masiva evidencia científica respecto de los beneficios de esta medida, en los casos en que la decisión se llevó a los votantes, la gran mayoría votó en contra -incluso en ciudades tan educadas como Cambridge, Massachusets-. Posteriormente, en la década de los noventa, se volvió altamente popular en distintos estados de Estados Unidos el establecer límite a la reelección de ciertas autoridades. Ello, a pesar de las advertencias de los cientistas políticos sobre las consecuencias indeseadas que dicha reforma traería, muchas de las cuales precisamente se hicieron efectivas en los años venideros, incluyendo la baja en la calidad legislativa.
Otros casos paradigmáticos en Estados Unidos dicen relación con el periodo en el que los votantes se inclinaron fuertemente a favor de una administración estatal más pequeña, pero al mismo tiempo exigían aumento en el gasto de servicios públicos. En ciertos casos, ello tuvo repercusiones en la calidad de los servicios prestados. Iniciativas que promueven mejores colegios, nuevos hospitales y regulaciones penales más severas suelen ser altamente populares, al mismo tiempo que lo son aquellas que rebajan impuestos -lo que ha tenido un efecto en el presupuesto de estados como California-. En parte, ello se debe a que, a pesar de la noción de que los votantes forman su intención de voto recurriendo a diversas fuentes de información, hay estudios en California que evidencian el rol que los grupos de interés cumplen especialmente en los plebiscitos. En varios estados de Estados Unidos que usan mecanismos de democracia directa, sabido es el rol que cumplen voluntarios pagados por sponsors haciendo campañas ciudadanas para poner una determinada cuestión en la próxima papeleta. Conocidos son los casos de la década de los noventa de estudiantes universitarios a quienes diversos grupos interés les pagaban por cada firma que juntaban para sumar una causa a la decisión popular. Por supuesto que dichos grupos también ejercen influencia en el Poder Ejecutivo y Legislativo, pero ahí están regulados. Los plebiscitos, pensados como una alternativa a los problemas de las instituciones propias de la democracia representativa, han demostrado, en muchos casos, estar sujetos a los mismos conflictos de esta, pero con menos posibilidades de control. La idea de que son los ciudadanos en un estado de pureza quienes toman una decisión directamente parece no ser tan así en la realidad. En general, los votantes no tienen o el interés o el tiempo para informarse y adentrarse en las complejidades de decisiones de diversa magnitud. Por ejemplo, en el caso chileno, la tendencia que se observa en las encuestas del Centro de Estudios Públicos desde el año 2000, es que en torno al 10% de los chilenos realiza con frecuencia actividades cotidianas en relación a la política, como el consumo de noticias o la conversación con sus cercanos. En tiempos de elecciones, momento en que el interés por la política debiese crecer fuertemente, la proporción de la población que practica dichas actividades con frecuencia no alcanza el 20%.
A esto se suma que la “Encuesta Auditoría a la Democracia 2016” revela que los niveles de participación en diversas acciones políticas son bajos y no han registrado un crecimiento en los últimos años (el mayor nivel de participación es en marchas o manifestaciones, con un 16%). Lo mismo respecto de la pertenencia a diferentes grupos o asociaciones, donde el mayor nivel de participación es del 17% en iglesias u organizaciones religiosas. Ahora bien, la participación política perfectamente puede aumentar en otros contextos. Apelaciones populistas o nacionalistas, por ejemplo, pueden cambiar el actual escenario.
Las instituciones propias de la democracia representativa suelen estar bajo permanente cuestionamiento -especialmente en estos días en que el Congreso y los partidos políticos muestran niveles mínimos de confianza ciudadana-.
Algunos plantean la incorporación de plebiscitos regulares como una alternativa de solución: devolver la toma de decisiones a los ciudadanos, dejar que sean los votantes quienes decidan el destino de los recursos pú- blicos o cuestiones de especial trascendencia. El problema es que a veces el objetivo de empapar de legitimidad popular a decisiones difíciles no se logra porque la participación electoral es baja (como lo demuestran los recientes casos internacionales) y, peor aún, porque decisiones de magnitud se terminan decidiendo por un par de miles de votos (como el caso colombiano).
Pero ello también olvida que la deliberación pública que se hace en el Poder Legislativo tiene un valor. Seguramente en muchos casos se critica al Ejecutivo y al Congreso por la demora en la elaboración y aprobación de proyectos de ley, pero la tramitación legislativa, compuesta de diversos trámites e instancias de decisión parciales, precisamente permite aquello que es más difícil en la democracia directa: discusiones que abarcan toda la complejidad de los problemas, que otorgan tiempos para manifestar desacuerdos, lograr acuerdos y buscar alternativas. Y para hacerse cargo de que, a diferencia de lo que sugiere la práctica de los plebiscitos, no hay soluciones fáciles a cuestiones difíciles