El miércoles, la Tercera Sala de la Corte Suprema ordenó costear fármaco no considerado en las coberturas de la Ley Ricarte Soto.
El fallo de que da cuenta el diario ayer -y donde se dispuso que el Estado debía financiar el tratamiento médico de un niño gravemente enfermo por un monto de 500 millones de pesos- merece un debate público. Por supuesto hay que alegrarse de que la decisión salve la vida de un niño; pero eso no ha de evitar el examen de las consecuencias que para la vida pública acarreará, de mantenerse en el futuro, un criterio como el de la Corte.
Y es que en ese fallo se estiran hasta el límite las facultades de los jueces y, al revés, se estrechan, también hasta el límite, las posibilidades de la política.
En una palabra, los jueces a pretexto de los derechos están sustituyendo a las políticas públicas.
El problema de las políticas públicas
La política supone discernir no solo qué bienes se van a proteger sino, al mismo tiempo, en este mundo mezquino, qué bienes se van a sacrificar al hacerlo. Como los recursos suelen ser escasos a veces hay que escoger, según el famoso ejemplo, entre financiar cañones o destinar el dinero a producir mantequilla. Si la escasez no existiera, si el mundo fuera un jardín de abundancia, no serían necesarias ni la política ni la economía. Pero como los seres humanos fueron expulsados del paraíso, entonces deben permanentemente decidir qué bienes satisfacen y cuáles sacrifican al hacerlo. La situación no es muy distinta a la de la vida personal. Usted cuenta con recursos escasos y debe cotidianamente decidir en qué los gasta. Al hacerlo no sólo satisface algunas cosas, también sacrifica otras. Por eso, usted cuenta con una escala de preferencias que le dice en qué gastar, qué necesidades satisfará y cuáles deberán ser olvidadas.
El problema de las políticas públicas (o en términos más técnicos de la economía del bienestar) no es muy distinto. La sociedad debe construir una escala de preferencias para distribuir sus recursos. Mientras la economía describe el coste alternativo de los recursos, la política construye una escala de preferencias para gastarlos. La legislación y otros instrumentos de política pública, pueden ser vistos, como un programa en el que se contiene un procedimiento y una escala ordinal de preferencias que guiará el gasto y la distribución de los recursos escasos.
La racionalidad que subyace a esas políticas es muy distinta de la que subyace en el razonamiento de los jueces en el caso que aquí se comenta.
Y de ahí el problema que esa decisión plantea.
El razonamiento de los jueces.
Los jueces razonaron como si los derechos constitucionales fueran razones de mayor peso que cualquier consideración de bienestar social. En otras palabras, los jueces decidieron que, supuesto que la Constitución garantiza el derecho a la vida, entonces los ciudadanos tendrían un título definitivo para reclamar que el Estado financie todo aquello que permita asegurarla frente al infortunio.
Como es fácil comprender, cuando se concibe así el razonamiento judicial, la condena de la escasez a que está condenada la vida humana no importa. Tampoco el coste alternativo de los recursos. La racionalidad de la política pública acaba siendo ilegítima.
Bastaría tener un derecho constitucional para que entonces toda otra consideración se viniera abajo. Pero como todos tienen derechos constitucionales y los recursos -al mismo tiempo- no alcanzan, de aceptarse eso como correcto los recursos públicos acabarían distribuyéndose en el orden en que se demandaran. El peor criterio de distribución posible: el orden de los reclamos.
Más aún, de seguirse el criterio de la Corte la legislación sería innecesaria. Si los derechos constitucionales tienen esa fuerza -si tener derecho a la vida quiere decir que el Estado no puede omitir ningún recurso para salvarla-entonces las decisiones del Poder Legislativo o del Poder Ejecutivo serían irrelevantes. Bastaría que los jueces tuvieran el listado de derechos a la vista para resolver todos los casos.
¿Es razonable tratar así a los derechos constitucionales?
Por supuesto que no.
Los derechos constitucionales son mandatos de ponderación al legislador. Ellos indican un bien que ha de satisfacerse en la máxima medida posible, por medios proporcionales y en equilibrio con otros derechos. No son una razón final para la distribución de los recursos públicos frente a la cual toda otra consideración ceda.
La justicia del Cadí
Max Weber -en su monumental «Economía y sociedad»- describió la justicia del Cadí. Ese tipo de justicia es la que se ejercita orientando la decisión por criterios puramente éticos, surgidos de la particular consideración del juez. Se parece a la justicia bíblica de Salomón, el juez sabio, capaz de intuir lo justo frente al caso singular. En cambio, continúa Weber, la justicia moderna es una justicia racional ejercida en base a reglas y procedimientos previamente conocidos a los que los jueces deben estricta lealtad. Mientras la justicia del Cadí es impredecible, la justicia racional es predecible, aumenta la certeza y favorece la previsión.
Sobra decir que la justicia racional (racional en el sentido de Weber) es la propia de las sociedades modernas y uno de los secretos de su éxito y su capacidad de proveer bienestar.
Y aquí está el problema porque decisiones como la que se ha dado a conocer (al margen del bien que acarrean a un niño) sumada a otras que se han venido pronunciando, inclinan a la Corte Suprema del lado de la justicia del Cadí. Y lo que cabe preguntarse es si ese es el papel que se espera de la Corte, si esa es la contribución que los ministros de la Corte pueden prestar a una sociedad compleja y moderna como es cada vez más la sociedad chilena.
Y la respuesta es no.
El valor de las reglas
Los jueces no están equipados, por decirlo así, para decidir los acuciantes y complejos, problemas de políticas públicas. Ellos están formados para mostrar a la sociedad el valor que las reglas -administradas imparcialmente- tienen para la cooperación social y el bienestar. Las reglas permiten que las personas se coordinen entre sí y luego distribuyan con racionalidad el fruto de su esfuerzo.
Y los custodios de las reglas, quienes enseñan el valor que poseen a la sociedad entera, son los jueces.
Pero ese papel se abandona cuando los jueces piensan que su tarea más importante es la promoción de la justicia material -de lo justo éticamente concebido- en cada caso.
No se trata, como a veces se dice, de convertir a los jueces en personas que aplican mecánicamente la ley. Eso sería absurdo y es imposible. Pero de lo que se trata es que se aplique la ley, se la interprete y se la discierna, con total lealtad a lo que la ley dice y con independencia a lo que el juez haría si fuera legislador. Y es que las sociedades modernas tienen jueces, no porque crean que algunos hombres y mujeres tienen línea directa con la justicia; tienen jueces profesionales para administrar imparcialmente las reglas.
Esa administración de las reglas se arroja por la borda tanto cuando los jueces consienten, por miedo o comodidad, en ser dependientes del poder, como cuando creen, siquiera por un momento, que las consideraciones puramente éticas que su corazón abriga deben guiar sus decisiones.
Se ha insinuado que esta actitud de los jueces podría contribuir a que los legisladores hagan su papel y resuelvan los problemas pendientes. Pero me temo que no, que si este tipo de razonamientos se generalizan conducirán a que sean los jueces quienes acaben decidiendo cuestiones generales y reduciendo a simple rito a la política. Porque, si la Corte Suprema entiende que el Estado por el solo hecho de omitir entregar recursos públicos para proteger a una persona de la enfermedad, está violando el derecho a la vida ¿por qué podría aceptar más tarde que la ley ordenara esa omisión? Si el derecho constitucional debe ser tratado como la Corte sugiere, entonces ninguna regla que atienda al coste alternativo, a la escasez y la distribución, estará a salvo y quedará en pie.
Cuando los jueces, como acaba de ocurrir, asignan recursos escasos sustituyen a las políticas públicas, algo para lo cual no están equipados.
Fuente: El Mercurio, viernes 09 de noviembre de 2018