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El Defensor del Pueblo: ¡Otra vez!

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4 de junio 2016
Ramiro Mendoza Zúñiga

A propósito de un seminario sobre corrupción que tuvo lugar en Santiago el pasado lunes y al persistente escrutinio ciudadano que se hace respecto del cumplimiento de la Agenda de Probidad -surgida tras las recomendaciones del Consejo Asesor Presidencial contra los conflictos de interés, el tráfico de influencias y la corrupción- han ido apareciendo los […]

A propósito de un seminario sobre corrupción que tuvo lugar en Santiago el pasado lunes y al persistente escrutinio ciudadano que se hace respecto del cumplimiento de la Agenda de Probidad -surgida tras las recomendaciones del Consejo Asesor Presidencial contra los conflictos de interés, el tráfico de influencias y la corrupción- han ido apareciendo los avances en la implementación de esta agenda, tanto respecto de las medidas administrativas como de los pendientes legales de la misma.

Esta agenda para la transparencia y la probidad en los negocios y en la política, formulada después del Informe de la Comisión, suponía que en 45 días se dictarían 14 medidas administrativas y 21 medidas legislativas que ofrecerían un mejor y más robusto marco jurídico en el contexto del objeto de la misma. En el balance de la Agenda, en la columna de deudas legislativas, se revelan como pendientes una reforma constitucional que crea el Defensor Ciudadano y la ley orgánica de esta nueva autoridad.

¿Fue esto lo que propuso el Consejo Asesor Presidencial?

Desde el año 2008 que está en nuestro Congreso un proyecto de reforma constitucional que crea la Defensoría de las Personas, el que ha sido olvidado en su tramitación constitucional, hasta su reincorporación en esta Agenda, que, la verdad sea dicha, no está estrictamente alineada con la proposición del mencionado Consejo.

Esta autoridad, en este rango normativo, encuentra su origen -según algunos- en la institución del Ombudsman, cuyo reconocimiento constitucional fue dado en la Constitución sueca de 1809 y, para otros, en el de Justicia de Aragón, el que en todo caso, bajo la denominación del Defensor del Pueblo en España, ha pasado mayoritariamente a los países de influencia ibérica (Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay, Venezuela, entre otros), también suele denominarse -en la recepción de las funciones que alienta su establecimiento- como Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (El Salvador) o Procurador de los Derechos Humanos (Guatemala). En Puerto Rico se llama derechamente Ombudsman.

Se trata, de modo muy breve, de una entidad que pueda dar respuesta inmediata a los ciudadanos frente a los abusos de la Administración, sin que se le atribuyan potestades sancionadoras, sino que sus funciones están basadas, principalmente, en la autoritas, esto es, el poder moral reconocido de quien es el titular de sus competencias, y en su facultad de denunciar ante quienes tienen el poder de castigo por el mal funcionamiento que se advierta en la gestión del Estado.

Si miramos acuciosamente el Informe de la llamada Comisión Engel, vemos que en su capítulo V, relativo a la Integridad, Ética y Derechos Ciudadanos (literal B), el Consejo propone la creación de la función de la Defensoría Ciudadana para «la promoción y protección de los derechos de los ciudadanos frente a los actos de la Administración Pública, donde recae su competencia. Esta función puede estar instalada en alguno de los órganos ya existentes». Como se ve, el Consejo adopta una visión realista institucional, pues es evidente que a estas alturas de nuestro desarrollo democrático, numerosas entidades concursan en esta defensa del ciudadano, ya sea frente a los privados que son objeto de regulaciones -v.gr. las superintendencias, el Sernac, la Dirección del Trabajo, entre muchos otros- o como frente al Estado y su organización administrativa, que como detentador de potestades que afectan creación o pérdida de derechos y es ejecutor exclusivo de poder físico respecto de las personas, requiere con mayor razón transmitir confianza en el buen uso del poder. La única exigencia que plantea el señalado Consejo es el cumplimiento de los Principios de París, que tiene relación con la autonomía de cualquier entidad estatal cuya función se refiera a la salvaguarda de derechos humanos.

Esta función de defensoría ciudadana, de hecho, está ya instalada en numerosas instituciones, con más o menos autonomía, con más o menos leyes. En el plano administrativo, desde hace un tiempo se ha establecido la Comisión Defensora Ciudadana y Transparencia, como comisión asesora, cuyo objeto es colaborar en la defensa, promoción y protección de los derechos de las personas ante las acciones u omisiones de los 341 servicios dependientes de la Administración Central del Estado. En el plano legal, con una intensa autonomía, se halla el Instituto Nacional de Derechos Humanos, que dentro de sus funciones se encuentra la de comunicar al Gobierno y a distintos órganos del Estado su opinión sobre situaciones relativas a derechos humanos que ocurran en nuestro país, pudiendo solicitar informes al organismo pertinente y proponer a los órganos del Estado medidas para favorecer la promoción y protección de los derechos humanos. Finalmente, un paso no menor en esta función, en el marco de su ley orgánica, ha dado la Contraloría General de la República, que desde hace varios años viene sosteniendo un canal activo de denuncias para corregir las inacciones, omisiones o mal funcionamiento del Estado, o atendiendo consultas que permitan dar certeza a los ciudadanos en el derecho que el Estado debe otorgar en el marco de sus competencias.

Es pertinente dar cuenta de que este binomio ciudadano-funcionamiento estatal fue resuelto desde el año 1971 en Israel, radicando en la Contraloría de ese país la función de Ombudsman, permitiendo derechamente que cualquier persona acuda a este órgano autónomo para reclamar en contra del mal funcionamiento de cualquier entidad estatal bajo su competencia.

Como se ve, no estamos huérfanos de protección ciudadana, pero visiblemente debemos clarificar esta función y despejar su instalación en alguno de los órganos existentes, dando cumplimiento a los Principios de París. Para eso, como dijo la Presidenta en el seminario que aludíamos, debemos tener «creatividad» y «valentía». Lo primero, para aprovechar instituciones y recursos existentes, sin seguir aumentando la cadena de la burocracia y de nuevos jerarcas; y lo segundo, porque hay que ser valientes para decir que no seguiremos insistiendo en nuevas reformas constitucionales y leyes orgánicas, que solo aportan gasto público, sin relación a las necesidades urgentes que requiere la recuperación de la confianza en el Estado.

HAY QUE SER VALIENTES PARA DECIR QUE NO SEGUIREMOS INSISTIENDO EN NUEVAS REFORMAS CONSTITUCIONALES Y LEYES ORGÁNICAS, QUE SOLO APORTAN GASTO PÚBLICO.

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Fuente: El Mercurio, sábado 04 de junio de 2016